No son series de televisión, aunque permiten una secuencia. No son series de televisión policíacas, aunque pueden ser la raíz y son policíacas. No son asesinos en serie, aunque los hay. Son series de detectives o investigadores: Marlowe, Rebus, Conde, Beck, el agente de la Continental, Bosch, Morck, Jaritos, Romano, Grens, Grave Jones y Coffin Johnson, Sejer, Bevilacqua, Wilhelmsen, Adamsberg, Erlendur... Y se sitúan en cualquier lugar, son de cualquier lugar: la muerte está en todas partes.
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miércoles, 4 de diciembre de 2013

Legado en los huesos, de Dolores REDONDO

("Trilogía del Baztán")


Acaba de salir Legado en los huesos de Dolores Redondo, la segunda parte de la "Trilogía del Baztán" –cuya tercera ya tiene título, Ofrenda a la tormenta–, y a principios de este mismo año 2013 salió la primera parte, El guardián invisible. Es decir, en poco tiempo vamos a tener en las librerías la trilogía completa, y, si hacemos caso a las fajas y solapas del libro y a la propia editorial y su departamento de marketing y publicidad, también estará en las librerías de al menos veintitrés países más. Esto es lo que se llama un fenómeno. 

Y los fenómenos pueden ser o algo sobrenatural o de ventas, y duran o no, depende. Quizá ayude a saberlo, aunque no lo creo, de qué está hecho el fenómeno.

Hay una serie de singularidades que parece que pueden hacer atractivas las novelas, singularidades que les dan ese toque de originalidad que quizá puedan disimular los elementos que chirrían. Pero también esas particularidades pueden distorsionar lo que en un principio pretendían potenciar. Empecemos:

Amaia Salazar es una inspectora de la Policía Foral de Navarra, ha estudiado en Quántico –sí, allá, en USA– y por eso es especialista en perfiles de asesinos en serie y, sobre todo, los asesinatos, tanto en la primera como en la segunda novela, se están cometiendo en el pueblo donde ella se crió, Elizondo, o cerca de él. De ahí que se traslade desde Pamplona, donde trabaja y tiene su residencia habitual, a ese pueblo por donde pasa el río Baztán –que da título a la trilogía– y donde viven sus hermanas y su tía paterna.

En El guardián invisible las asesinadas son niñas en la primera fase de su adolescencia, niñas que aparecen de la misma forma, cerca del río Batzán, en el bosque, medio desnudas, cortada la ropa y abierta por el centro del cuerpo, boca arriba, pero sin agresión sexual –excepto una–, y con un típico dulce navarro, el txantxigorri, colocado en su pubis, pero en una representación que  simboliza la pureza. El culpable es el basajaun.

En Legado en los huesos vuelve a haber un asesino en serie, pero más que asesino es el inductor de los asesinatos que en un principio parecen ser propios de violencia de género donde el hombre mata a la mujer y después se suicida, pero en todos ellos hay un brazo de las mujeres sesgado y una firma, Tarttalo, dirigido a la, ahora ya, inspectora jefe de homicidios, Amaia Salazar.

Y empecemos con esas singularidades: el basajaun es el guardián del bosque en la mitología vasco-navarra y el tarttalo es un cíclope y por tanto come carne humana. Pero no sólo queda ahí la cosa, aparecen también las belagiles o brujas –una de las niñas asesinadas, por ejemplo–, Mari, la sacerdotisa o dama de la tormenta o el mairu-beso o los huesos del niño muerto no bautizado. Es decir, todos ellos reclamos de una mitología poco conocida, la vasca.

A todo esto hay que añadir elementos históricos poco o nada conocidos, que en algunos casos sirven de excusa para la historia como los agotes o el inquisidor Salazar en la segunda novela, e incluso referencias al Opus Dei y al Vaticano, como ese psiquiatra, el padre Sarasola, que se hace cargo de la madre de Amaia, Rosario, encerrada en un centro psiquiátrico de máxima seguridad. Con ellos enlazamos con la vida familiar de la inspectora “estrella”, porque ambas tramas no existirían sin la presencia de Flora, la hermana mayor, de Amaia, que regenta el obrador de la familia, donde entre otras cosas se fabrican los txantxigorri mencionados anteriormente, muy protagonista en la primera novela y enemiga absoluta de su hermana, o Ros, la mediana, débil, necesitada de ayuda, aunque en la segunda novela sea ella la que se encargue de la empresa familiar. A ellas se une Engrasi, la tía por parte paterna, cuya mayor característica es que echa las cartas y de alguna forma protege a Amaia. Y junto a ellas, todas mujeres, o contra ellas, se añade la madre de Amaia, Rosario, cuya personalidad se puede resumir en una palabra: mala, o con dos: y bruja.

Calle Mercaderes. Pamplona
Foto: Archivo personal
El elemento masculino, menor, viene representado por James Wexford, el marido de Amaia, un escultor más o menos famoso, americano, que se instaló en Pamplona por los san fermines (¡vaya!) y con el que vive allí, justo en la calle Mercaderes. Un marido cuya labor es sostener el exceso de romanticismo de la protagonista. Y en la segunda novela aparecerá el que al principio iba a ser una niña, pero que en el último momento (¡¿la magia buena?!) será niño, Ibai –que traducido del vasco significa río–. A ellos se une toda la caterva de compañeros policías, unos más afines, Jonan e el inspector Iriarte, otros menos, el inspector Montes y Zabala. Con los que tiene encuentros, incluso físico-violentos, a puñetazo limpio, como con Montes. E, incluso, encuentros más físico-sexuales, aunque sin llegar al roce, como con el juez Markina. Pero, ella (¡vaya por dios!) es el “macho alfa”, como dice en algún momento.

Y para envolverlo, el entorno, del bello valle del Baztán, de Elizondo, de la misma Pamplona y sus restaurantes, con sus prestigiosos menús, el Guggenheim en Bilbao que prepara una exposición de James, o las visitas al pueblo medieval de Ainsa en Huesca, donde unos expertos de laboratorio realizan las más modernas pruebas de ADN como en cualquier serie norteamericana actual, porque eso también está en estas novelas. Frente al elemento legendario las tecnologías más novedosas, cómo no.


Y junto a todo eso, si a alguien le puede parecer poco, unimos el uso –que no queremos juzgar– de los mecanismos policiacos. Cuando uno necesita un psicólogo, aparece para hacer un diagnóstico. Cuando uno necesita un análisis de muestras urgente, aparece también quién lo haga sin haber aparecido anteriormente en la novela y sin que vuelva a aparecer. Cuando uno necesita una Glock porque no la lleva encima, se recoge del suelo en el momento justo. Esto entre otras cosas nos encontramos en El guardián invisible. Y en Legado en los huesos recurriremos al descubrimiento casi por sorpresa de que junto a Amaia nació una hermana gemela, cosa que ni por asomo se dejaba entrever en la primera novela o la aparición del inductor, que será, como debería ser, por sorpresa, después de leídas más de quinientas páginas, pero del que no se tiene noticia hasta ese momento, eso pudiera ser algo habitual si no fuese…   

A veces el que los recursos se vean puede ser necesario, depende de la finalidad o de la intención. Otras veces es porque falta bagaje y todavía no se ha aprendido cómo hacer para que no se noten demasiado. Y otras es porque es lo que esperan los lectores o al menos cierto tipo de lectores que se introducen en un bosque para que las ramas no les dejan verlo y así disfrutar de un descubrimiento que no es tal.  








jueves, 21 de noviembre de 2013

Una novela de barrio, de Francisco GONZÁLEZ LEDESMA



Una novela de barrio ganó el I Premio Internacional de Novela Negra RBA en el año 2007, y con todo el merecimiento. Posiblemente sea la mejor novela de Méndez, donde el ritmo no decae en ningún momento y los personajes siguen el paso de la trama –y no al revés– de venganza bien trabada, donde todos los elementos –que luego iremos enumerando– de las novelas de Méndez están presentes.

De las nueve novelas de Francisco González Ledesma sobre Méndez podríamos hacer una división en tercetos ateniéndonos a un par de factores: sus años de publicación y sus características internas. Primero estarían las tres publicadas en los años ochenta del siglo pasado –excluyo Expediente Barcelona, pues aquí Méndez no es protagonista sino actor secundario–, es decir, la primera y mejor, Crónica sentimental en rojo – ganadora del Premio Planeta allá por el año 1984– y las dos siguientes, Las calles de nuestros padres y La dama de Cachemira. Las tres ubicadas en Barcelona sin excepción, donde la personalidad de Méndez y su cinismo nacen para permanecer, ya es viejo para ser policía, ya está como apartado de las labores policiales propiamente dichas y ya ejerce como si fuese un investigador privado que se busca los casos sin que la superioridad lo autorice. 

En Crónica sentimental en rojo el argumento tiene que ver con la codicia y la mentira y hasta dónde te pueden llevar esos pecados tan característicos del ser humano. En ella se entremezclan la alta sociedad de Barcelona con las bajuras de sus calles, se enlazan los Bassegoda, muerto el padre, Oscar Bassegoda, sus herederos, la hija Blanca, su marido separado de ella, el sobrino de los Bassegoda que se crió en la casa familiar, y, por último, un periodista, Carlos Bey, encargado de administrar una parte de la fortuna para obras de caridad, y con ellos aparecerán el Richard, Ricardo Arce, recién salido de la cárcel, pero ingenuo y dado al sentimentalismo y, cómo no, las putas y travestís, Encarnación Lopez o la Susi, que van guiando a Méndez a desentrañar el engaño. Y en medio el objeto de deseo de todos la gran torre de la Vía Augusta, símbolo de su aristocracia. La trama es espesa, pero al final bien resuelta, donde se mezclan el pasado del patriarca, un hombre hecho de dinero y de mentiras, como todos los hacendados, mentiras que se heredan, por genética o por abogados, en el presente. Frente a ellos la chusma de la calle, de los barrios bajos, los que no tienen el dinero pero sí la nobleza o una cierta forma de nobleza.

El terceto del medio lo conforman Historia de Dios en una esquina, de 1991 pero reescrita para su edición del 2008, El pecado o algo parecido, ganadora del Premio Hammett de la Semana Negra de Gijón, y Cinco mujeres y media, también ganadora del Premio Mystère en Francia. Excluyendo el híbrido de Historia de Dios en una esquina, las otras dos de los primeros años de este siglo presentan características parecidas. Son las que tienen más aspiraciones, podríamos decir, con una prosa aún más cuidada, incluso con algún elemento de aquella literatura experimental de los años setenta –estoy hablando de la literatura en lengua española– de los hispanoamericanos y algún que otro español como Juan Goytisolo, literatura que se atrevía a narrar en segunda persona –como en La muerte de Artemio Cruz de Carlos Fuentes, entre otras–, como aquí, en Cinco mujeres y media, por ejemplo, los soliloquios de Patricia Cano. El argumento en esta novela es complejo, empieza con la violación y asesinato de una chica, Palmira Canadell por tres jóvenes pertenecientes a los bajos fondos, pero que sólo es una trama paralela a la de otras mujeres, como la ya mencionada Patricia Cano, hija de una madre que se acostaba con el vecino pudiente, o la de Marta Pino, hermana de Conrado Pino, otro hombre hecho de dinero y de extorsiones, que tiene en nómina a alguna querida de lujo, entre ellas Patricia Cano, o Eva Ferrer, la más noble, quizá, aunque “burguesita del Eixample”, viuda de un abogado y madre de un hijo autista de veinte años. Junto a ellas los malos, siempre hombres, los ya mencionados algo estúpidos delincuentes y los ambiciosos hombres de negocios, como Conrado Pino o su enemigo Oscar Madero, también dado a tener sus queridas, al que domina la envidia y la ambición a costa de los demás. Y ahí Méndez y otro de los elementos habituales en sus novelas: los asesinos profesionales, el Renglan, en este caso y, como excepción, visto al final de una forma redentora. Como redentor es el plan que esas cinco mujeres que se mencionan en el título idean para engañar a los que engañan.      

El último terceto lo forman la novela que nos ocupa, Una novela de barrio, y las dos últimas, No hay que morir dos veces y Peores maneras de morir ya en cierto modo comentadas (ver lectura). Una novela de barrio está a caballo entre sus dos precedentes y estas dos mencionadas. El ritmo, como dijimos al principio, de alguna forma ha variado, es menos prolijo y más acelerado, también la prosa, consecuentemente. Pero volvemos a encontrarnos con determinadas recurrencias. El cinismo de los diálogos, que no sólo pertenecen a Méndez, los asesinos profesionales que van surgiendo a medida que Erasmus los va contratando para matar al Miralles, el presunto asesino del Omedes, su compañero en el atraco al banco que propició hace años la muerte del hijo de tres años del ahora guardaespaldas Miralles. Y las mujeres, cuya infancia y juventud es violada, la rescatada y ahora compañera de Miralles, Eva Expósito, o las queridas y putas del ya difunto y “cabrón” Marqués de Solange, Mabel, la aún joven, y Madame Ruth, la vieja y enferma. Y la casa o torre con jardín en el barrio de Horta que éste les dejó en herencia a sus putas y que es el escenario de las persecuciones y muertes del final de la novela.      

Y Méndez sigue siendo el que no tiene edad, el paseante del barrio y el partidario de la justicia directa. Y aquí, en el final, ese deje también habitual de cierta resignación. Porque al final lo que hay siempre en las novelas de Méndez y en esta en especial es eso: una resignación ante esta vida cargada de desdichas inevitables que moldean el carácter de los personajes y de las que no pueden escapar aunque lo intenten.






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1983. Expediente Barcelona. [Primera aparición de Méndez pero como personaje secundario]
2006. Méndez. [Conjunto de relatos]

martes, 19 de noviembre de 2013

Peores maneras de morir, de Francisco GONZÁLEZ LEDESMA



No hay vuelta de hoja, parece que al final Méndez es mortal, en contra de todas las apariencias. Al menos eso desvela la última escena de la novela, pero ya sabemos que, quizás, en el próximo capítulo…, como en los buenos seriales.

Aunque no, no puede ser, no puede ser que eso ocurra porque Méndez es intemporal, podríamos, incluso, decir eterno, pero no, lo que le define mejor es su intemporalidad.

Y es intemporal porque Ricardo Méndez en todas y cada una de las novelas de Francisco Gónzalez Ledesma, desde la primera donde aparece como protagonista, Las calles de nuestros padres, o la segunda, Crónica sentimental en rojo, que bien pudiera ser la primera, ambas se publicaron el mismo año, 1984, hasta la última, la que nos ocupa, Peores maneras de morir, de este 2013, tiene siempre la misma edad, una edad, eso sí, indefinida, ronda los sesenta y…, siempre a punto de jubilarse, en realidad se ha pasado los últimos treinta años a punto de jubilarse pero sin hacerlo, y en cierto modo es lógico, porque Méndez no podría dejar de hacer lo que hace, lo que ha venido haciendo desde que le conocemos: pasear por las calles de Barcelona, por sus calles, las de su barrio, las del barrio chino o barrio del Raval, las de toda la vida, persiguiendo siempre y llegando tarde siempre o casi siempre, y no precisamente por su edad. Y es intemporal no sólo porque en las nueve novelas y en el libro de cuentos tenga siempre los mismos años sino porque en él no hay cambio de ningún tipo, el tiempo apenas le roza, muy al contrario del barrio donde se mueve, y ahí es donde podemos encontrar una especie de evolución, no en Méndez, pero sí en su entorno. Porque a excepción de un par de novelas donde parte de la trama se desarrolla en Madrid e incluso en el extranjero, Egipto en Historia de Dios en una esquina –quizás por eso, entre otras cosas, sea la más floja de todas– o París en El pecado o algo parecido, su espacio es siempre el mismo: Barcelona; normalmente su barrio ya mencionado del Raval, la calle nueva, donde dice que vive en algún momento; el mercado de Sant Antoni, donde ponen el mercadillo de libros de segunda mano; las Ramblas; pero también se mueve por otros más alejados, el Eixample o las calles cercanas a Montjuïc, o incluso Sant Adriá del Besos, dependiendo de hacia dónde le lleven las muertes que investiga.


Y eso se hace más patente si nos atenemos a la trama de esta última novela, Peores maneras de morir, donde no sólo la ciudad ha cambiado y el espacio-tiempo social también la crisis actual, también está en la novela, sino que el caso tiene que ver con el tráfico de mujeres provenientes de los países del este de Europa y su entrada y distribución en nuestro país o en este caso en Barcelona. Y ha cambiado porque en la mentalidad mendeciana la prostitución es un elemento ineludible de su ciudad, las putas son las interlocutoras constantes, no sólo son, a veces, su confite, sino que son vecinas constantes de sus calles y de sus pisos, aunque él, desde el primer día de los tiempos sea un impotente y en ningún momento haya hecho alarde de su hombría, quizá porque no la tiene. Pero en la genealogía de Barcelona, las putas son elementos básicos, y los meublés también. Y no hay novela donde no aparezcan de una u otra forma. Porque eso, más la constante existencia de las queridas, muy a pesar de ellas, y la violencia contra la mujer por parte del hombre es otra de las constantes vitales de sus obras. Es decir, si nuestro Méndez es intemporal, la puta, con su indispensable existencia y labor, también lo es.

Pero a diferencia con otras novelas anteriores, aquí las putas no son del país y la lucha de Méndez va dirigida contra esa organización que las trae, las humilla y las maltrata. Pero para compensar de alguna forma, Méndez busca información de una antigua puta, la Patri, que por casualidad ha guardado en su casa a Eva Ostrova. La ucraniana Eva Ostrova, la nueva heroína que ha conseguido escapar de las zarpas de la organización y que buscará vengarse de sus captores con unos métodos que multiplican por mucho la violencia recibida. Lo que Méndez llama justicia directa, el mejor método y al que él nunca dará la espalda.

También la inmovilidad de Méndez, en cuanto a su apariencia, de alguien que vende ataúdes, en cuanto a carácter, su cinismo constante, en cuanto a lenguaje, vulgar, osco, de la calle, contrasta con la evolución de los casos, de temas más actuales, sobre todo en las últimas novelas, aquí el tráfico de mujeres y en la anterior, No hay que morir dos veces, por ejemplo, el de cierto terrorismo que busca masacrar indis-criminadamente. Pero no, tampoco en eso hay demasiada evolución, porque en realidad lo que lleva siempre a matar es la venganza. Y esa estará presente casi constantemente en todas sus novelas, sin ir más lejos es el leitmotiv de Una novela de barrio (ver lectura), la antepenúltima.

Pero Méndez se nos va y le echaremos de menos, porque es imposible encontrar a otro ni de lejos parecido, un policía de otro tiempo –el corrupto franquista– trasladado a éste –el corrupto democrático–, pero con sus libros de segunda mano comprados los domingos por la mañana en los puestos del mercado de Sant Antoni –que nunca parece que lee– en el bolsillo de su americana negra o gris oscura –de enterrador o, mejor, de vendedor de pompas fúnebres– y con su pistolón –Colt Python o la antigualla Colt modelo 1912–, investigando casos que no le corresponden –los suyos son “la persecución de chorizos primerizos” o “la búsqueda de bolsos de la compra desaparecidos”–, con sus cínicos diálogos con la superioridad –con su habano Montecristo diciendole: “Coño, Méndez”–, él con sus cigarrillos negros –en época, la actual, de prohibición y sus pulmones oscuros de patear las calles llenas de polución del centro de Barcelona, callejuelas oscuras, estrechas, del barrio gótico, del Raval, o las anchas de la Diagonal, del Eixample, la avenida del Tibidabo, de una Barcelona que se nos ha hecho también intemporal debido a los paseos de Méndez por sus calles, a pesar de todo.     







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1983. Expediente Barcelona. [Primera aparición de Méndez pero como personaje secundario]
2006. Méndez. [Conjunto de relatos]

jueves, 17 de octubre de 2013

Gálvez entre los leones, de Jorge M. REVERTE



Julio Gálvez –con ese nombre– es un periodista de raza. A lo largo de sus seis novelas más de una vez hemos leído esta misma frase. Aunque por más que se repita hasta la saciedad, esa expresión las más de las veces, si no todas, suena como un chascarrillo, y cómo no, si leemos las novelas escritas todas ellas en primera persona, no podemos dejar de pensar en Gálvez con cierta sorna, como él constantemente se toma a sí mismo. O al menos eso es lo primero y fundamental que el autor, Jorge M. Reverte, de este periodista nos quiere hacer pensar siempre. En algún momento leemos que no es un héroe –eso lo tenemos claro– pero que tampoco es un antihéroe, entonces ¿qué tenemos entre manos? ¿Con quién nos manejamos? ¿Qué hace que sigamos a este tipo –llamémosle “normal” con comillas– durante los últimos cuarenta años de la historia política y social de España?

Porque ese es el recorrido de Gálvez desde la primera novela, Demasiado para Gálvez, que engañado por la revista donde trabaja se mete en la investigación de los chanchullos de "Sérfico", una empresa ligada al sector inmobiliario pero también especulativo, con contactos en las altas esferas del Régimen, estamos en la antesala de la transición; hasta la última, publicada este año, Gálvez entre los leones, donde como en la sombra también aparece el más alto cargo del estado español de la actualidad y unos negocios financiados con dinero público valenciano que ocultan una serie de tramas en las que se ve envuelto nuevamente Gálvez y que le llevan hasta las praderas africanas y no precisamente para matar elefantes.


Siguiendo a Demasiado para Gálvez está Gálvez en Euskadi, publicado en 1983, con ETA y sus extorsiones en su mayor auge, aunque la trama siga un curso paralelo, el entorno no deja de estar perfectamente retratado, como luego en Gudari Gálvez, la quinta, situada a mediados de los años dos mil, poco antes de la anterior tregua de ETA y que refleja precisamente esa desmembración de la banda dentro de una trama con algún elemento quizá cerca de lo inverosímil –ese hijo de Gálvez…–. Entre medias de estas dos están Gálvez y el cambio del cambio, de mediados de los noventa, en pleno declive y hundimiento del PSOE y de Felipe González y todos los casos de corrupción reales y ficticios que colmaban los periódicos en aquella época y colman los de la novela, y en uno de ellos se ve envuelto el propio Gálvez trabajando en este caso para el periódico autoproclamado adalid contra la corrupción política; y la siguiente, Gálvez en la frontera, situado en el cambio de siglo y con la inmigración en un floreciente auge y los problemas derivados: el racismo y las distintas mafias, éstas enclaustradas en guetos como el barrio de Lavapiés en Madrid.

Pero si bien todo esto puede ser una rémora para el lector no español, porque los problemas que se tratan están muy ligados a la vida en este país desde la transición para acá, no lo es si nos dejamos llevar por el desenfado envolvente de Julio Gálvez, de un periodista que en cada novela cambia de trabajo, siempre siendo trabajos mal pagados y temporales, trabajando incluso en Gudari Gálvez para una revista editada por una empresa que la distribuye en los tanatorios y cuyo tema, como no puede ser otro, es el de la muerte; como también cambia de pareja, siendo la única más o menos estable desde la segunda novela su exmujer Maribel –aunque ahí hay una especie de desliz porque en Demasiado para Gálvez la mujer que lo abandona se llama Ana, siendo Maribel la nueva amada– que lo acoge constantemente en su casa cuando Gálvez no tiene a donde ir. Pero cada novela tendrá su affaire, da igual que pasen los años, su desvalimiento y poco atractivo siempre se ve recompensado con los favores femeninos, y con su compañía y salvaguarda en la mayoría de los casos para resolver los conflictos. Sara en dos ocasiones –en las dos novelas vascas–, hija de banquero, adinerada y burguesa, Carmen cuarentona afín a las nuevas tecnologías en la novela del cambio del cambio, Almudena, joven periodista, con la que cruzará en patera el estrecho, en Gálvez en la frontera, y aquí, en Gálvez entre los leones, Aída, si bien puede no ser su verdadero nombre, perteneciente al CNI, los servicios de inteligencia españoles.


Y es que la última novela de Gálvez se aleja un poco de las anteriores y se convierte ante todo en una novela de aventuras, más que en una novela policiaca o de investigación, aunque todas tengan un poco de ambas cosas. Aquí lo que hay es una persecución, sobre todo la segunda parte de la novela cuando viajan a África para perseguir a un cazador de leones catalán, un tal Boix, que es más bien un cazador de dineros sin escrúpulos, y está plagada de pequeñas aventuras hasta que consiguen “salvar” al que dijo aquello de “Perdón, me he equivocado”. Aunque Gálvez en sí sigue siendo el mismo, pero en la sesentena, la investigación brilla por su ausencia y sólo existe algo parecido cuando el periodista, que ahora está en el paro, vuelve del engañoso trabajo que le había salido en Asturias y se dedica a buscar a Bigoret, el empresario valenciano que les había estafado.

Vivienda de Gálvez en su cuarta entrega.
San Bernardo, 69. Madrid
Foto: Archivo personal
Y, volviendo a la pregunta del primer párrafo, lo que hace que sigamos, que persigamos, a Gálvez, no sólo por Madrid, que es su lugar habitual, sobre todo el barrio de la universidad como se llama a la zona de la calle San Bernardo, sino también por sus escapadas vascas o catalanas o incluso por Tánger, no es un a pesar de su enclenque personalidad, de la que todo el mundo se aprovecha o intente aprovecharse, sino que es precisamente por eso por lo que nos situamos en su lugar, en contra de los poderes fácticos que nos someten como a sujetos enclenques que somos y de alguna forma nos rebelamos y buscamos con nuestros pocos medios una forma de escabullirnos de ese poder que nos aplasta. Y eso –que se puede trasladar a cualquier parte del planeta– es lo que hace Gálvez durante los últimos cuarenta años, sobrevivir, que no es poco, a pesar de…       
   





2013. Gálvez entre los leones. Lectura

sábado, 7 de septiembre de 2013

Adiós, princesa, de Juan MADRID

Casa Camacho. Malasaña. Madrid
Foto: Archivo personal
Para alguien que viva en Madrid, leer las andanzas de Toni Romano es un placer. Y es un placer porque el Madrid de Juan Madrid, el de Toni Romano, es un Madrid de nostalgia que se hace realidad porque es tan real como Toni Romano. Y es un Madrid tanto céntrico como de las afueras, tanto de barrios pobres como ricos, pero es un Madrid de bares, de muchos bares que se sitúan sobre todo en el barrio de Maravillas o de Malasaña, aunque también del cercano Conde Duque o de Lavapiés o del centro centro, donde él vive en la calle Esparteros entre la puerta del Sol y la plaza Mayor.

Pero estamos hablando de un Madrid que se va transformando pues la primera novela Un beso de amigo es de 1980 mientras que la última Adiós, princesa o –si la incluimos– Bares nocturnos son de finales de la primera década del siglo XXI, es decir han pasado cerca de treinta años. Y el Madrid, pese a la nostalgia, ya no es el mismo, como tampoco es el mismo ni el personaje principal, que pasa de querer llamarse Toni Romano a Antonio Carpintero, su verdadero nombre, y eso a pesar de que la evolución cronológica de la serie es un tanto confusa y de ahí los problemas que nos vamos a encontrar constantemente de incongruencias y de repetición de nombres en personajes distintos. Pero luego entraremos en ello un poco más.

Adiós, princesa es la última novela de Antonio Carpintero –a partir de ahora siempre Toni Romano, a pesar del cambio de gusto de su personaje con respecto a cómo quiere que le llamen– como protagonista, escrita como todas las demás en primera persona, pero con Juan Delforo como personaje central de la trama. Este Juan Delforo salió por primera vez en Grupo de noche, la sexta de la serie, pero de forma tangencial, simplemente como un personaje que Toni Romano se encontraba en alguno de sus bares habituales, pero no como el vecino del apartamento de al lado, como es el caso en esta novela y como amigo desde hace veinte años de Toni Romano.

Y siendo la última, Adiós, princesa, y la más conseguida, la más compleja, donde el argumento, el estilo e, incluso, los personajes están más trabajados se aleja con mucho de la calidad de las primeras tres novelas de la serie: Un beso de amigo, Las apariencias no engañan y Regalo de la casa, las tres de los años ochenta; donde bien demostraba Juan Madrid cómo era eso de construir una original novela negra ambientada como debe de ser en los bajos fondos en este caso de una ciudad como Madrid, con personajes sin fondo, demacrados, codiciosos y violentos y con ambientes cargados de humo, de oscuridad, de desidia y de alcohol, como el propio Toni Romano, con una salvedad, y es que Romano sabe donde están los límites o al menos lo intuye.

Pero Adiós, princesa ha dejado de ser una novela negra para convertirse en una novela policiaca, con Antonio Carpintero intentando salvar a su presunto hijo Silverio San Juan de sus desvaríos adolescentes e intentando salvar a Juan Delforo, su presunto vecino, de sus problemas de amoríos y literarios. Del primero en cierta forma consigue salvarlo, a Delforo, pero el problema literario no tiene solución si no es volviendo –en palabras del propio Juan Madrid en boca del diario de Lidia Ripoll– a las novelas esquemáticas, vulgares, llenas de palabrotas y sin vuelo literario alguno. Algunas de estas características están en Adiós, princesa, mas depuradas, pero sin dudarlo describen asombrósamente bien las tres primeras de la serie.

En cuanto a las otras tres, anteriores a esta última, intentan repetir el método, Mujeres & Mujeres y Cuentas pendientes en los años noventa y Grupo de noche ya en los dos mil, pero es un remedo y con pesar llena de incongruencias cronológicas como hemos mencionado antes.

Adiós, princesa es una buena novela donde Toni Romano, un ex policía, ex boxeador, ex fisonomista se ha convertido en Antonio Carpintero y por segunda vez –aunque aquí parece ser la primera, otro ¿despiste? más– padre de un hijo con diecinueve años y de alguna forma abogado defensor de Juan Delforo –trabaja para su abogado– y ya no es lo mismo. Pero lo que no cambia es el lugar de la corrupción, no tanto en los bares de alterne, ya escasos, o en los bajos fondos de las ciudades como en las coctelerías para adinerados y en las altas esferas de la sociedad y, claro, en la propia policía, por eso Antonio Carpintero o Toni Romano no ha dejado de ser nunca un ex policía, que no puede dejar nunca de meter la nariz donde no le llaman, le pese a quien le pese e, incluso, donde le llaman, a pesar de todo.






Bodegas Rivas. Conde Duque. Madrid
Foto: Archivo personal
1980. Un beso de amigo.
2009. Bares nocturnos. (El protagonista es Silverio San Juan, pero Toni Romano aparece como personaje secundario)